lunes, 29 de octubre de 2007

Dar el perdón


Hace tiempo escuché de boca de alguien a quien respeto profundamente un cuento que me viene como anillo al dedo para iniciar el tema que hoy propongo. Decía más o menos, algo como esto: Una mujer destrozada por la muerte de su hijo pequeño, llevo el cadáver de éste ante el Maestro buscando una solución. "Coge el cuerpo de tu pequeño y llévale de casa en casa hasta que encuentres una familia donde la muerte no haya hecho acto de presencia. Entonces resucitaré a tu hijo", fue la contundente respuesta que obtuvo, así que acto seguido emprendió su búsqueda.

Ni que decir tiene que unos días después descubrió dos cosas importantes. La primera era que allá donde fuese la muerte había hecho mella en uno u otro miembro de cada familia. La segunda, que no podía cargar más con su pequeño fallecido, porque empezaba a descomponerse, y era la peor de las torturas. Así que se despidió de él, pudo enterrarle, y este sufrimiento fue totalmente liberador para ella. Luego, imbuida de una visión nueva, fue en busca del Maestro para seguirle durante el resto de su vida.

Hoy no quiero hablar de la muerte. Sin embargo, como en el cuento, ¿cuántos cadáveres llevamos colgados del cuello, y apilados sobre nuestras espaldas? ¿No nos asfixiamos por el hedor?
Cuando una persona hace algo que nos ofende, o nos falla de alguna manera, ¿no hacemos algo parecido? Creamos una lesión, como una herida que no cura, sino que se descompone, que duele, que empeora, y que, al final, se gangrena. Vamos de casa en casa exponiendo nuestras heridas, cargados con nuestros despojos malolientes, no buscando una solución, sino más bien una confirmación. Unas palmadas en la espalda que nos permitan movernos a la casa siguiente.
¿Y de qué vale todo esto? Tantas lamentaciones, tanto sufrimiento, tanto desperdicio de energía, de salud, de bienestar...
No, me niego rotundamente a entrar en este juego de auto-compadecimiento. Así que estos días he hecho algo totalmente nuevo, y debo reconocer, algo sorprendente incluso para mi.
He perdonado a todos aquellos que me habían ofendido, he roto las cadenas, y al fin y al cabo, me he liberado de todos ellos para siempre.
¿Es eso poner la otra mejilla? ¿No te expondrás a nuevos desplantes y desilusiones con los mismos a las que has perdonado?
Me han preguntado varias personas amigas durante el fin de semana.
Y rotundamente he de decir que no. Perdonar implica como he dicho una gran liberación personal, en cuanto a el daño que poseía, porque el rencor hacía de filtro a la hora de poder interactuar, presionándome.
Pondré un ejemplo, cuando vamos caminando y nos encontramos una serpiente de cascabel en medio del camino, amenazante, ¿qué hacemos de forma natural? Creo que instintivamente nos alejamos del peligro, sin más. No hacemos grandes deliberaciones, identificamos el riesgo y actuamos. Ilógico sería ir a abrazar a la "hermana" serpiente lleno de intenciones ilusorias, y por supuesto de una buena cantidad de mordeduras. Pero tampoco sería factible llenarnos de un odio atroz contra las serpientes, aniquilando con furia cuantas apareciesen ante nosotros, así como cualquier cosa que nos la recordase.
El miedo, el rencor, el odio, y la furia, son enfermedades de nuestra mente, que anidan en nuestro interior despertadas por alguna situación o por alguien, pero que luego continúan su existencia creciendo, invadiendo, y controlándonos, muchas veces ya independientemente de quien las produjo. Lo repetiré una vez más: independientemente de quién o qué las produjo.
No de eso nada.
Perdono de corazón a todos aquellos que me perjudicaron, y a todos aquellos a los que he guardado un profundo rencor.
Si alguna vez escucho el silbido del cascabel ya sabré apartarme lo justo para evitar el mordisco, y si me muerden otra vez y quiero buscar un culpable, que sea mi persistente falta de oído.
Gracias a todos por estar ahí fuera.

1 comentario:

mariola dijo...

Perdonar? Y por qué?
He oido muchas veces esa pregunta... y existen mil razones para perdonar.
Cuando pienso en el daño que he podido causar, cuantas actitudes mías pueden haber sido malinterpretadas, las veces que me equivoqué, las que me dejé llevar por malentendidas pasiones...
Con qué derecho me creo para juzgar y condenar a los demás? Conozco sus razones? sus motivos? sus debilidades? defectos?...NO, ROTUNDAMENTE NO.
Pero, a mi entender, existe una razón fundamental para el perdón y es que es un regalo.
Es un regalo que me hago yo, porque lo merezco, porque merezco vivir con toda la intensidad que mi mente, mi sensibilidad, mi corazón me permitan.
Ese daño que me causan la rabia, el odio y el rencor, mil veces mayor que aquel que un día alguien me hizo, posiblemente sin intención... esa rabia me corroe, me nubla la vista, me anula la posibilidad de apreciar lo que me rodea, lo bueno que está aquí y ahora a mi alcance...
Además... yo que soy mi propio juez... qué transmito yo a los demás con odio, rabia y rencor? Acaso felicidad?, amabilidad? simpatía? Para nada. Y esos destinatarios de mi rabia... qué culpa tienen de que yo me haya empeñado en herirme gratuitamente hasta casi morir?
Porque la rabia no distingue. La rabia domina tus actos, todos tus actos cuando se instala en ti, y hay tanta gente de la que recibo tanto, que muy mala pagadora sería si les intercambiara rabia por su cariño, odio por su comprensión o rencor por su apoyo.
Mis amigos, mi familia, hasta el de la tienda de la esquina no merecen recibir nada malo de mí, porque ellos nunca me causaron daño. Y si algún día me lo hicieron... los tengo que perdonar, porque seguro que yo también se lo hice y ahora recibo de ellos todo cuanto tienen, todo cuanto son.
Así que, perdono, perdoné y perdonaré... porque merece la pena, a mis amigos y a mis enemigos, a los que quiero y hasta a los que no conozco.
Y ahora, muchísimos besos a todos.