Un saludo a todos de todo
corazón.
La humanidad se dirige a
derroteros extraños y muy poco naturales.
Hablaba con una persona joven,
porque tiene cincuenta años, y me contaba anécdotas de su niñez.
Vivía en un campo a cinco
kilómetros de la ciudad. Sus padres se dedicaban a vender carne (que ellos
mismos producían) en el mercado, así que todos los días al amanecer y al
anochecer, hacían ese camino de ida y de venida la mayoría de las veces
andando.
“Había ocasiones en las que
íbamos montados en una mula”, me contaba.
A diferencia de los niños de
ahora, la asistencia al colegio se hizo tardía, y junto con sus hermanos,
porque eran nueve, ayudaba en las tareas del campo y de la casa, que incluía el
cuidado de los más pequeños mientras su madre trabajaba en el mercado.
Ahora es cuando tengo que señalar
que esta persona es muy culta y exquisitamente educada. Además relata las
experiencias de su infancia con un brillo especial en la mirada, no con
reproche o queja, que es lo que algunos de ustedes han pensado mientras leían este
texto.
“No había televisión”, decía.
Otra persona, que escuchaba nuestra conversación añadió: “Cuando íbamos a casa
de mi abuela (aquí son apenas cinco hermanos), como tampoco había televisión,
para entretenernos, y evitar que le rompiéramos nada, nos sentaba a todos
juntos y nos contaba historias de miedo. Leyendas de cortijos y fantasmas...”
Y aunque en ese momento no hice
la pregunta, me hubiera gustado añadir: “¿Y cómo se entretenían?”
Aunque de
sobre conozco la respuesta. Me hubieran contestado algo así como: “En aquella
época nos teníamos los unos a los otros”. A lo que yo añadiría: “En aquella
época lo hacíais todo juntos”.
En el tiempo que nos toca vivir
hemos conseguido grandes avances en medios que nos permiten una gran comodidad.
Los grandes supermercados ofrecen una gran variedad de productos (demasiado
adulterados y procesados) a precios asequibles. La gran paradoja surge cuando
te conciencias de que comer de forma
sana y natural es mucho más caro que comer cualquier alimento envasado y
conservado.
Nos llenamos de aparatos que en
un primer momento fueron diseñados con el objetivo de facilitarnos la vida.
Luego los hemos convertido en una seña de nuestra identidad, en una parte de
nuestra personalidad, de forma que dependiendo de que poseamos tal coche o tal
teléfono, así seremos considerados.
Hemos cuarteado nuestra vida en
una serie de sectores, como el laboral, el social, el sexual o el relacional.
Cada uno de estas parcelas es como un mundo aparte, y tenemos el deber de
triunfar y ser muy exitosos en cada uno de ellas. “¿A qué te dedicas?” “¿Dónde
vas a pasar las vacaciones?” “¿Tienes donde divertirte este Sábado por la noche?”
Y lo que me parece más
preocupante: hemos perdido el sentido de las relaciones con los demás, apenas
más allá de un juego de placer absolutamente egoísta.
Ya no pasamos el tiempo juntos.
Sino parcelas distintas que suceden unas al lado de las otras.
La familia es una de estas
parcelas. Siempre tenemos mucho que hacer como para preocuparnos de las
parcelas de los demás.
Hoy me siento triste por este
mundo lleno de gente, luces y mucho sonido. De cientos de personas caminando
juntas por una gran calle. Pero de semblante taciturno, de mirada perdida en el
suelo, de rictus apretado y mentes llenas de gritos y ruido.
Cada uno de ustedes que saque las
conclusiones que le apetezca. Si les apetece un rato de conversación, ya saben dónde
encontrarme. Sí, sí, en el camino de tierra del pueblo, de vuelta a casa acunado
sobre una mula y bañado por la luz de la luna.
Gracias a todos por estar ahí,
invirtiendo su tiempo en estas palabras.
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